Morir en Andalucía. Dignidad y derechos. Diciembre 2017

2.5. Personas menores de edad

Nuestra vertiente institucional como Defensor del Menor de Andalucía, nos lleva a optar conscientemente por un análisis independiente del colectivo integrado por las personas menores de edad para verificar el ejercicio por su parte de los derechos que se recogen en la Ley y, específicamente en este capítulo, de los relativos a la información y a la prestación del consentimiento informado.

La Ley 41/2002, de 14 de noviembre contempla a los menores junto a los pacientes incapaces, y predica de ambos grupos las prescripciones contempladas en los apartados 6 y 7 de su art. 9. No obstante, la prestación en su caso del consentimiento por representación presenta matices dignos de tener en cuenta.

La nueva redacción de los párrafos significativos de dicho artículo, a tenor de la reforma operada por la Ley 26/2015, de modificación del sistema de protección a la infancia y la adolescencia, ofrece el siguiente resultado:

«Artículo 9. Límites del consentimiento informado y consentimiento por representación

  • 3. Se otorgará el consentimiento por representación en los siguientes supuestos
    • c) Cuando el paciente menor de edad no sea capaz intelectual ni emocionalmente de comprender el alcance de la intervención. En este caso el consentimiento lo dará el representante legal del menor, después de haber escuchado su opinión, conforme a lo dispuesto en el art. 9 de la Ley Orgánica 1/1996, de protección jurídica del menor.
  • 4. Cuando se trate de menores emancipados o mayores de 16 años que no se encuentren en los supuestos b) y c) del apartado anterior no cabe prestar el consentimiento por representación.

No obstante lo dispuesto en el párrafo anterior, cuando se trate de una actuación de grave riesgo para la vida o salud del menor, según el criterio del facultativo, el consentimiento lo prestará el representante legal del menor, una vez oída y tenida en cuenta la opinión del mismo.»

La ley 2/2010, de 8 de abril, sin embargo dedica un precepto independiente para regular los derechos de los pacientes menores de edad, el cual se expresa en los términos que se reflejan a continuación:

«Artículo 11. Derechos de los pacientes menores de edad

  1. Todo paciente menor de edad tiene derecho a recibir información sobre su enfermedad e intervenciones sanitarias propuestas, de forma adaptada a su capacidad de comprensión. También tiene derecho a que su opinión sea escuchada, siempre que tenga doce años cumplidos, de conformidad con lo dispuesto en el art. 9.3 de la ley 41/2002, de 14 de noviembre.
  2. Cuando los pacientes sean menores de edad y no sean capaces intelectual ni emocionalmente de entender el alcance de la intervención sanitaria propuesta, el otorgamiento del consentimiento informado corresponderá a las personas que sean sus representantes legales, de conformidad con lo dispuesto en el art. 9.3 c de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre. Las personas emancipadas o con dieciséis años cumplidos prestarán por sí mismas el consentimiento, si bien sus padres o representantes legales serán informados y su opinión será tenida en cuenta para la toma de la decisión final correspondiente, de conformidad con lo dispuesto en el art. 9.3 c de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre. Asimismo, las personas menores emancipadas o con dieciséis años cumplidos tendrán derecho a revocar el consentimiento informado y a rechazar la intervención que les sea propuesta por profesionales sanitarios en los términos previstos en el artículo 8.
  3. En cualquier caso, el proceso de atención a las personas menores de edad respetará las necesidades especiales de estas y se ajustará a lo establecido en la normativa vigente.»

Se da el caso de que este artículo se corresponde en su redacción con la del antiguo art. 9.3 de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, pero, como ya dijimos anteriormente, aquel se ha visto alterado por la Ley 26/2015, de modificación del sistema de protección a la infancia y la adolescencia, por lo que teniendo en cuenta su carácter de normativa básica habrán de prevalecer sobre el mismo los cambios introducidos por esta última.

En este sentido, algún autor 17 , partiendo de los derechos reconocidos a los menores de edad en la normativa anterior, explica con claridad las reformas operadas. Así, antes disfrutaban del derecho a ser escuchados cuanto tuvieran doce años o más, así como a decidir sobre el tratamiento médico a partir de los dieciséis años de edad, aunque en el caso de actuaciones de grave riesgo se aludía a la necesidad de informar a los padres de manera que su opinión se tendría en cuenta para la toma de la decisión correspondiente, deduciéndose a este respecto que en estos casos y en última instancia aquella correspondía al profesional sanitario, tras oír al menor y a los padres.

En la nueva redacción del art. 9.3 de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, sin embargo, la persona menor de edad debe ser escuchada siempre y no solo a partir de los doce años; mientras que los que tengan 16 años ó más, si deben ser sometidos a actuaciones de grave riesgo, será su representante legal el que en definitiva preste el consentimiento. Se establecería por tanto un criterio objetivo que marca la capacidad de obrar a los 16 años, con la matización expuesta en cuanto a las actuaciones de grave riesgo, lo que no impediría apreciar en los que se encuentran por debajo de dicho umbral capacidad intelectual y emocional para comprender la intervención.

Pues bien la realidad asistencial de los integrantes de este colectivo viene caracterizada por su especificidad: se desenvuelve en un ámbito concreto con intervención de especialistas propios y respecto del cual la mayoría de los profesionales, incluidos los que se integran en los recursos específicos de cuidados paliativos, permanecen ajenos. La afectación de niños y adolescentes por enfermedades en fase avanzada sin capacidad de respuesta al tratamiento específico se traduce en un enorme desgarro emocional que salpica tanto a la familia como a los profesionales. El paciente menor de edad es aún más vulnerable y su abordaje desde la perspectiva de la información y el consentimiento resulta más difícil si cabe, pues las excepciones y límites a los que nos hemos referido en el caso de los adultos se presentan de forma más acusada.

Y es que las dudas éticas en esta materia se incrementan y condicionan el modo de proceder en estos casos. Si en los adultos nos hemos cuestionado sobre la ética de la verdad y hemos reclamado un esquema de actuación que implica varios pasos, a saber, el ofrecimiento de información, la indagación de la que se desea recibir, el establecimiento de un proceso de comunicación, la adopción compartida de decisiones... cuántos más interrogantes se ciernen sobre la tarea comunicativa en relación con los menores, teniendo en cuenta además que dicho modelo de intervención muy difícilmente puede ser reproducido con los mismos.

Por lo que hemos advertido del contacto mantenido con profesionales activos en este ámbito, la figura del menor maduro y los criterios para valorar la capacidad de entendimiento en este colectivo son conocidos desde una perspectiva puramente teórica, pues la plasmación práctica de estos postulados aún deja mucho que desear. Con carácter general la información se proporciona a los padres o tutores y las circunstancias en las que se ofrece adolecen de déficits parecidos, sobre todo por lo que hace referencia a las condiciones de espacio y tiempo, a las que hemos venido aludiendo en el caso de los adultos.

Como hemos señalado, la ley reconoce el derecho de los pacientes menores de edad a ser informados sobre su enfermedad y las actuaciones sanitarias propuestas de manera adaptada a su capacidad de comprensión, pero lo que nos llega de los profesionales consultados es la carencia absoluta de habilidades de los mismos para llevar a cabo este proceso de adaptación, por lo que la tarea informativa en estos casos aún plantea una dependencia mayor de las características concretas de los profesionales que la realicen, de su formación, de su interés y de su capacidad de enfrentarse al impacto emocional que les provoca también a ellos el diagnóstico y desenlace de una enfermedad mortal en un niño.

A este respecto se nos dice que los oncólogos infantiles, con más recorrido en este campo, suelen afrontar la situación y desempeñar mejor esta labor, pero que no sucede lo mismo con los especialistas de otras áreas, ante lo cual se apunta que en la actualidad el 70 % de los pacientes menores de edad que presentan criterios de terminalidad no están afectados precisamente por procesos oncológicos.

Evidentemente el abanico de edades que pueden presentar los pacientes es amplio, por lo que hay algunos que claramente no tienen capacidad de comprensión, otro grupo sin embargo (el que oscila entre los 9 y los 16 años) es altamente preocupante porque pueden ser capaces de intuir lo que pasa y muchas veces no se les da tiempo suficiente para explorar la situación; y por último el grupo de los mayores de 16 años que, aunque equiparados prácticamente a los adultos a estos efectos, tampoco son destinatarios de información a menos que expresen obstinadamente su deseo de recibirla y siempre que los padres no se opongan a ello.

En muchas ocasiones se insta a que la comunicación se haga por la propia familia, considerando que es el entorno en el que el paciente se encuentra más protegido el que mejor lo conoce y puede realizar la tarea de adaptación requerida.

La labor del movimiento asociativo en estos supuestos se muestra más esencial si cabe, pues con frecuencia es su personal (psicólogos) el que recibe a la familia, y el que evalúa el grado de preparación que tiene para recibir la información, trabajando con ella en otro caso hasta que ostenta el nivel suficiente para ello. La toma de decisiones compartidas se impone frente a cualquier otro modelo de relación médico-paciente de una forma aún más justificada, llegándose a afirmar por alguno de nuestros consultores que el suministro desnudo de información en estos casos constituiría un verdadero acto de crueldad para con los padres, por lo que la acogida y el acompañamiento a lo largo del proceso se vuelven imprescindibles.

La ausencia de protocolos y el escaso reflejo del proceso informativo en la historia clínica de los pacientes son datos que este colectivo presenta en común con la generalidad y sobre los que ya nos hemos manifestado en los apartados correspondientes de este capítulo.

17. De Montalvo Jääskeläinen, Federico. La capacidad del menor en el ámbito del tratamiento médico: problemas de autonomía e intimidad. En: Principales modificaciones legislativas en el marco de la protección de la infancia y adolescencia en España. Álvarez Vélez [et al.]. Universidad de Comillas, Defensor del Pueblo Andaluz, Defensor del Menor de Andalucía, [2016]. Capítulo 9, pp. 95-105. [Consulta 20-10-2017]. Disponible en: http://www.defensordelpuebloandaluz.es/sites/default/files/modificaciones-legislativas-infancia/index.html#p=95